By Mónica Nitro
La música es un acompañante formidable en la vida de cualquiera.
Recordarán, personas lectoras, que somos papás de un niño con epilepsia, y les platico que antes de llegar con la neuropediatra que lo atiende y recetó el medicamento y dosis adecuada, la que evaluó su comportamiento y cómo apoyarlo en su desarrollo, la que ayudó a que el Mónico viva con una condición más no un impedimento, bueno, pues fue la tercera neuro a la que vimos.
El primero fue descartado rotundamente, entre otras razones, porque nos dijo que la música no ayuda ni estimula al cerebro. No se dio a la tarea de estudiar a su paciente, el Mónico es totalmente musical, y de todo, no sólo rock, aunque «For Whom the Bell Tolls» (Metallica) es la favorita del momento. Así sea una cumbia rasposa o una balada, cuando el Mónico es atraído por el ritmo o la voz, saca sus mejores pasos y gestos, y alza el tono de voz, lo regula, toca la batería y la guitarra al aire. Recuerda aquellas canciones que lo acompañaron a los 12, 18, 20 meses. Con las que se arrullaba en la hamaca, así que, no, primer neuro, no estamos de acuerdo con su análisis.
El simple hecho de escuchar una canción nos lleva a recuerdos que teníamos muy escondidos en la memoria. El «Mambo #5» que fue renovado y tanto mi abuelo como sus nietas lo cantábamos; «Perfume de Gardenias» en la voz ronca de mi abuela; «Cielo» de Benny Ibarra, cuando mi mamá cocinaba y yo construía computadoras con material reciclaje porque una ñoña. Y qué tal «Tu infame engaño» de los Temerarios, obligados a escucharla una y otra vez en la Brasilia gris de mi papá, y que cada vez que nos subíamos al camión rumbo al CCH y la ponía el chófer, nos sabíamos toda la letra y la cantábamos en la mente. Y hoy, cuando quiero recordar el amor de mi hermana, simplemente escucho a Siddartha. La música, cualquiera que sea el género que prefieras, te acompaña en las buenas y las malas. Yo prefiero el rock, pero si es noche de «pecados musicales», «El próximo viernes» versión Thalía unplugged, es mi favorita.
El oído es alimentado por muchos sonidos, ayuda no sólo a revivir recuerdos, sino también a identificar, «vemos» a través de él. Hay sonidos que reconocemos perfectamente, hay unos que no toleramos, por ejemplo el llanto de un niño, ese siempre altera a los adultos. Bien dice mi mamá que sólo los papás aguantan el llanto de sus hijos, porque no les queda de otra; sin embargo habemos mamás y papás que ya sabemos de qué va y somos tolerantes al llanto de otros infantes, se nos olvida que el llanto es una forma de comunicar y queremos eliminarla.
Un sonido que siempre me enchina la piel y me emociona, es el de decenas de niños gritando cuando escuchan la chicharra de la hora de salida; justo después del sonido veloz de la chicharra, de inmediato niños y niñas gritan emocionados.
Esa alegría y explosividad, esa simpleza, esa satisfacción de ver a su familia que los recoge o de saber que se irán a casa, ese sonido me encanta. Me recuerda cuando iba por mi hermana a la primaria, o cuando yo tenía esa edad (6-8 años) y jugaba todas las tardes en el patio del edificio con las demás vecinitas. Crecí en un multifamiliar «decente», y no por la zona donde se ubica, sino por el tamaño de los departamentos y la cantidad de estos por edificio, no como los multifamiliares modernos que tienen más de 15 pisos, son caros y con muy pocas áreas verdes. Esos mismos gritos de la hora de la salida, se escuchaban por las tardes en el edificio. Coincidimos en que varios teníamos hermanos de la misma edad, mi hermano de 10 se juntaba con el hermano de mi amiga, de 6, y así nos fuimos acompañando toda nuestra infancia y parte de la adolescencia.
Los viernes por la noche, después de una partida de fut-beis, los grandes planeaban una visita, el sábado en la mañana, al parque que está cruzando la avenida, los mayores ponían la hora y punto de encuentro, y pedían permiso a todas las mamás. Mientras las chicas, guardábamos los juguetes que llevaríamos al otro día, o si iríamos en bicicleta, con patines, patineta, avalancha. El sábado a las 8 de la mañana las mamás nos hacían un lonche, y partíamos hacia la aventura. Todos tomados de las manos, cada quien con su hermano mayor, su lonche y juguete. Al llegar al parque cada grupo se dedicaba a sus actividades. Los grandes jugaban básquetbol, algunas de las más chicas paseaban a sus Nenucos en las canastillas de sus bicis, y yo me iba a la biblioteca.
A las 10 recogíamos todo, nos contábamos y de vuelta a casa. Pasamos muchos días en la calle jugando, crecimos juntos, éramos más de 15 niños y niñas viviendo una gran infancia. Cuando nació mi hermana, las cosas eran muy diferentes. Gente nueva en el edificio, pocos niños, y sobre todo, mucha inseguridad.
¿A qué le tienes miedo?
Como mamás y papás sentir miedo es inevitable, de hecho convivimos con él desde que somos unos niños, pero no lo dimensiones hasta que ese miedo es por tu vida y la de alguien mas. ¿A qué le tienes miedo cuando nace tu hijo? A que deje de respirar. Luego crece y te da miedo que se caiga; sigue creciendo y te da miedo que enferme, que se ahogue, que se caiga de la bicicleta, de la moto; que se enamore y le hagan daño, que sea él quien haga daño; y si eres de las exageradas como yo, te da miedo hasta que alguien tosa cerca de ellos. Aprendes a vivir con esos temores y disimular que los enfrentas y controlas, por muy exagerados o evidentes que sean.
Hoy en día, me atrevo a generalizar aunque no es lo adecuado, que el mayor temor de una mamá o de un padre, es que tu hijo salga a la calle y jamás regrese. Si hay un sonido que he dejado de escuchar con frecuencia, es el de niños jugando en la calle, puede que dependa del lugar donde vivas, si es una privada o hay seguridad, si es una colonia de casas, o una vecindad; pero no podrán negar que el ver niños jugando en la calle ha disminuido bastante. El mandar a los menores a la tienda, ha dejado de ser una opción, y hasta que vayan a jugar a otra casa sin tu supervisión, también. Y ¿qué sucede? Que los y las niñas dejan de convivir entre ellos y por supuesto que ese aislamiento tendrá sus consecuencias en la sociedad a la que se integren más grandes.
El 27 de marzo la niña Camila, de ocho años, fue invitada por la mamá de una amiga suya, a su casa para jugar. La mamá de Camila al conocer a la vecina, a la amiga, al vivir cerca, decidió dejar ir a la niña, horas después Camila salió de ahí sin vida, en una bolsa negra. No, no es culpa de su mamá que esas personas asfixiaran a su hija. Lo que devino después de encontrar el cuerpo de Camila, fue una reacción de frustración, pero también de odio, la presunta asesina, y sus dos hijos, fueron golpeados por decenas de personas afuera de su casa, a ella la bajaron de la patrulla para seguirla golpeando, por lo que perdió la vida cuando llegó al MP. Los dos hijos de esta mujer se encuentran en proceso, uno en el reclusorio de Iguala, y el otro en el Centro de Ejecución de Medidas para Adolescentes, en Chilpancingo.
También el taxista que se llevó el cuerpo de Camila fue procesado. No soy quién para juzgar a nadie, el feminicidio es algo horrible, el linchamiento también, los hechos son esos, y dejan mucho en qué pensar.
Una niña sale a jugar y es asesinada, eso es algo que no se te puede olvidar, el dolor de la niña, de su madre, de su familia. Y que desafortunadamente no es el único caso así en el país.
Extraño el sonido de los niños en la calle, las risas, los juegos, pero no dejó de pensar en que hoy vivimos en un mundo muy diferente a cuando yo tenía seis años, y entonces esos sonidos los reservo en mi memoria y anhelo que la humanidad retome su camino.
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