julio 27, 2024

Mamá Rockera
By Mónica Nitro

Cuenta la historia que dos enamorados viajaron trece horas en coche para llegar a una playa de ensueño.

 

Entre el amanecer y la puesta de sol, observaron todo tipo de paisajes por la costa del pacífico; puentes que cruzan ríos, la mayoría de ellos casi secos; cerros cubiertos por la sombra de las nubes y un calor que sólo se disfruta cuando el mar está cerca.

 

Al llegar a esa hermosa y silenciosa playa en Oaxaca, donde las tortugas y las puestas de sol son únicas y diferentes entre sí, se alojaron en un pequeño hostal y se sentaron, a ras del mar, a contemplar la belleza natural. Por la noche, bajo un cielo oscuro y despejado, sin poder diferenciarse con el mar, ella alzó la mirada, vio pasar una estrella fugaz, y en milisegundos, pensó en su deseo: una sorpresa.

Tiempo después, para ser exacta, el martes 20 de septiembre de 2016, la mujer del viaje, con su sorpresa que la hizo aumentar 16 kilos y la cual cargaba y alimentaba a través del cordón umbilical, salió de su casa dispuesta a aprender cómo amamantar a su hijo.

 

Se puso su vestido básico de Forever, que pasó de talla M a XL, con una mancha oscura que delineaba el contorno del embarazo y que era la marca que dejaron las decenas de veces que se untó crema anti estrías, unos mayones negros y tenis Asics para caminar.

 

Una de sus dos guías maternales y de vida, la acompañó a la clase, ambas se llevaban meses de embarazo con la mujer de la «sorpresa mazuntina». La clase duró unas dos horas entre pláticas de mamás experimentadas y miradas de sorpresa de las primerizas, como yo. De regreso, la gordita temporal (yo), llegó a casa, preparó una ensalada y una pechuga asada, comió, y por la tarde acudió a su cita médica.

«El bebé está en posición, ya se acomodó. Deberías estar en casa descansando»

Fueron las palabras de la doctora que me atendió y quien sustituyó a mi médico general. Regresé a casa caminando, de un lado a otro moviendo el vestido que estaba por vivir sus últimas puestas. Pasaron algunas horas hasta que el Vaquero llegó a casa. Por ahí de la una treinta de la mañana, yo seguía mirando televisión, mientras él estaba perdidamente dormido.

Algo extraño no me dejaba conciliar el sueño.

Desde pequeñas, personas lectoras, escuchamos en voz de nuestras mamás, de las tías, las abuelas, todas esas historias de cómo nacimos, si el embarazo fue bonito, rápido o tardado; si fue planeado o aún con todo y DIU no se sabe qué pasó, pero ya venía un chamaco; si sabían o no el sexo que tendríamos al nacer. Yo jamás escuché que dijeran realmente lo que es un parto: terriblemente doloroso. Dice mi mamá que no me lo dijo porque si no, no hubiese tenido hijos, que abusada, ¿no creen? Lees en la secundaria cómo es el proceso que tu cuerpo asume para que nazca un bebé, cómo los animales tienen a sus crías, pero no te imaginas realmente lo que se siente, sea parto natural o cesárea. También hay mujeres que dicen no haber sentido dolor ni contracciones. Cada parto es diferente, así como cada cuerpo y la forma en que lo vive.

En mi trabajo de esa época, tenía unas «viejas amigas«, me caen muy bien, toda la experiencia de todo tipo de vivencias, cada una con un punto de vista diferente y más de veinte años compartiendo cubículo las unas con las otras. Sentada frente al monitor de la computadora, pasaba una y me daba un consejo diferente cada día.

 

Que si al nacer debía ponerme una gorra y cubrirme bien la espalda, o si debía tomar jugo de naranja con betabel para la coagulación en la cesárea, etcétera. Una me dijo con voz muy tenue y cerca del oído, que cuando va a nacer el bebé, cuando ya va a salir de tu cuerpo, sientes ganas de hacer popó. Sí, popó, personas lectoras, claro que la miré con extrañeza, sonreí asustada y ella se fue a su lugar. Otra me dijo que los hijos siempre se llevan algo de la mujer, además de las vitaminas, que ella tenía unas pestañas largas y chinas antes de que naciera su primer hijo, la otra, un cabello rizado que jamás volvió a ver, y sé de una, que la dejaron sin calcio.

Aunque mis «viejas amigas» siempre tenían mucho qué contar, yo sólo le hacía caso a mis dos consejeras de vida. Nunca han fallado; y por supuesto a los médicos. Hubo días en los que me aterró el parto, una sala llena de médicos, de un lado para otro, en una cama fría, sola, sin saber qué hacer. Sin embargo, estaba lista para conocer a mi hijo, para cargarlo, para amamantarlo como me enseñaron en las clases de lactancia materna; estaba lista y debía ser fuerte para él. Pues esa madrugada del 21 de septiembre de 2016, «Día Internacional de La Paz», «Día del Fotógrafo», la panza me daría el primer aviso. Dura como una pelota de béisbol, punzante como una máquina de toques en la cantina, así descubrí que cada cinco minutos tenía una contracción.

«Por si las moscas», dije, me levanté de la cama, fui al cuarto del bebé y empecé a preparar la pañalera. Más de una hora y media escogiendo su ropa diminuta, nada combinaba. Pañales, pañalero, pantalón, chambrita, cobija uno, cobija dos, cobija tres, sabanita, gorro, guantes, calcetines, pomada para rozaduras, jabón, shampoo, crema para el cuerpo, chanclas, cobija cuatro, cobija cinco, chamarra, liga para el cabello, cobija seis, cobija siete, brasiere de lactancia, vendas, faja, cobija ocho. Me metí a bañar, mi mamá me dijo que eso se hacía y que además si podías te rasurabas, pues no pude, hacía semanas que al mirar abajo sólo veía panza. Terminé de cambiarme y…

«Vaquero, Vaquero». Toqué suavemente al susodicho en la espalda. «Tenemos que ir al hospital, me siento rara». Después de repetir tres veces ese diálogo y movimientos, el Vaquero, de lado y con los ojos cerrados, me gruñó y siguió dormido. Aún me causa mucha risa su reacción. O sea, este sujeto, que me llevó a Mazunte, me habló bonito bajo las estrellas, contribuyó a mi sobrepeso temporal, y me gruñe la madrugada en que su cría va a nacer. De entre todas las cosas que Décimo Meridio le heredó a su papá, es el de tardarse en despertar. Pues de la voz suave y los golpecitos ligeros, pasé a mover con ambas manos el cuerpo del Vaquero y le dije en tono mandón: «Vaquero, llévame al hospital». Soñoliento, sin saber cómo, pero cambiado y manejando, después de 5 kilómetros de viaje, el Vaquero con sus ojitos de regalo, volteó a verme y me dijo: «Pero, ¿qué pasa?». Eran las cuatro de la mañana.

«Vaquero, aquí está la maleta con mis cosas y las de Décimo Meridio, lo que te pidan aquí está». En ese momento sus párpados cobraron fuerza y se abrieron casi de frente a quijada. «¿Por qué?» «¿Ya va a nacer»? Y yo, muy tranquila le dije: «Es sólo por si me llego a quedar». «Primero, le llamas a mi hermano, y luego a mi mamá». Entramos a la clínica del IMSS, porque ahí decidimos que nacería, aventurándonos a la experiencia de una atención diferente de acuerdo al estado de ánimo de cada empleado; pero que todos sabemos, pese a las carencias, corrupción, negligencia que pueda haber en el Instituto Mexicano del Seguro Social, hay excelentes médicos, doctoras, enfermeras y enfermeros.

Entregamos carnet, esperamos en la sala fría, me llamaron, un beso y ¡ahí nos vemos, Vaquero! En la sala de revisión, había una doctora joven examinando a otra paciente. Mientras la enfermera tomaba mi pulso y revisaba mis signos vitales, otro médico con el cabello despeinado por el famoso «almohadazo», que yacía durmiendo en otra habitación, ingresó a la sala y me llamó. Esas revisiones son toda una experiencia no grata. Te desvistes, pero dejas las calcetas y los tenis; la bata tiesa de color verde va con la abertura en la espalda y no sabes en realidad cuántas mujeres se la han puesto, cuántas lavadas, cuántas cirugías, en fin. Te acuestas en la plancha metálica cubierta por un colchón de apenas 15 cm, abres las piernas y ahí viene la revisión.

El doctor tocó mi panza, dura, dura, revisó el cuello de la matriz, miró su reloj, se alejó al escritorio y con voz ronca de quien despierta de un profundo sueño, me avisó que ingresaría porque no tenía muchos centímetros de dilatación, apenas cuatro, pero las contracciones eran fuertes y constantes. Cómo hubiese querido ver la cara del susodicho cuando le entregaron mis pertenencias en la bolsa transparente de plástico.

Y viene la mejor parte, así que, personas lectoras, no se pierdan la segunda parte de esta hermosa historia de dolor y amor, el próximo viernes de Mamá Rockera.

Vivan y dejen vivir.

Fotos: @angusininstagrm

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