
Se acerca el regreso a clases y con él una serie de gastos: inscripción, colegiatura -voluntaria obligatoria-, lista de útiles, mochila, certificado médico, transporte escolar -ya sea privado, combi o guajolotero-, uniformes, zapatos, tenis, etcétera.
Es un mundo de peticiones en los meses de agosto y septiembre, y ya cuando te estás recuperando llega Navidad.
Dicen que los hijos son muy costosos, yo no lo veo así, depende de las cosas, bienes y servicios que les quieras dar, porque en realidad, y sonará muy trillado, tiempo contigo es lo único que piden, al menos los primeros 11 años que quieren estar en familia, pegados a su mamá. Sin embargo, también es cierto que nadie vive de amor.
La comida en estos tiempos es más costosa y si los quieres alimentar sanamente, buscarles opciones con más nutrientes, sin azúcares ni grasas saturadas, pues el valor se eleva. La fruta siempre será una buena opción, aunque el kilo de uva sube el doble de su costo de una semana a otra. La manzana de 35 pesos y el huevo de 50 pesos ya no bajan. Pero como decían las abuelas: «donde come uno, comen dos» o tres, cinco, siete como antes se estilaba tener hijos y más hijos.
Pero no pesa, mientras tengas un empleo, logres alimentarlos y pagar sus servicios, no pesan esos gastos, algunas lo ven como inversión: al rato me mantienen, dicen. Eso tampoco está dentro de mi pensamiento. Claro que yo lo hablo desde mi privilegio, tengo empleos, un marido responsable y, aunque un chamaco es muy tragón y caprichoso, el otro es fitness y nada pedinche.
Precisamente de ese segundo hijo, es de quien quiero hablar en esta su columna favorita.

En la primera publicación les platiqué sobre el primer día de clases del Mónico y quedó pendiente la anécdota de Décimo Meridio. Ese pequeño de sonrisa contagiosa, ojos radiantes y una luz que ilumina cualquier día nublado. Por supuesto que lo regaño, no es perfecto, nadie lo es, menos una como mamá.
Hace seis años, Décimo Meridio entró a primero de kinder, no fue fácil… para mí. Llevábamos 45 meses pegados el uno al otro, incluyendo las 38 semanas en el vientre. Cuando nació decidí renunciar a mi trabajo, además de que mi jefa directa me había dado 15 días de «incapacidad» después del parto. En quince días ni siquiera podía orinar sin dolor por la episotomía, me dolían los pechos por la lactancia y lloraba por todo gracias a la depresión pos parto; así que renunciar fue lo mejor, y podía hacerlo, repito, por el apoyo que tengo.
Tardé tres meses en sacarlo a pasear en su carriola, me daba miedo que le diera: frío, calor, aire, más frío. Éramos felices yendo al tianguis de los miércoles. Cuando menos lo esperaba, Décimo Meridio ya traía un chile cuaresmeño en las manos o tunas, siempre extrema mi criatura. Cuando tenía que ir a la tienda, lo envolvía en su cobija amarilla, lo recostaba en la cama, según él estaba dormido, le ponía almohadas en las orillas y me iba corriendo a la tienda que estaba enfrente de la casa. Después de cinco minutos entraba como loca y la criatura ya estaba morada del llanto, siempre fue muy llorón de bebé.
Íbamos a la despensa juntos, a las clases de titulación en Acatlán, y justo aprendí a manejar por él, por nosotros. Mi amiga, la más fashion, tomaba también esa clase, llegaba a la casa y nos íbamos en el auto, yo con mis nervios, ella con los suyos pero firme. Me daba ánimo para manejar aunque me temblaban las piernas y el labio inferior de la boca. Siempre llegamos con bien. Entrábamos a clase, Décimo en su silla mecedora pateando un juguete y dos horas después nos íbamos.

Al baño, sí, juntos, aunque abría la puerta cuando yo todavía estaba sentada haciendo pipí. En la casa, en la calle, con la familia, al dormir, todo el tiempo juntos. Pero él siempre ha sido independiente, se empezó a bañar solo a los dos años, a vestir a los dos años y medio, a servirse la leche con pan a los tres años, era un señor atrapado en un cuerpo de infante curioso e intrépido. Sus conversaciones incluían palabras como: extraordinario, en la antigüedad, interesante, con base en, hace miles de años, entre otras.
Cuando llegó el momento de la edad escolar, no lo dudamos. Tenía que entrar a primero de kinder con sus dos años once meses. Le compramos su mochila, libretas, pagamos la cuota voluntaria/ obligatoria; su lapicera de dinosaurios, la bata de cuadros azules y cuello blanco, zapatos y tenis ortopédicos porque estaba medio chueco de un pie -la natación se lo corrigió – y el 26 de agosto de 2019 entró a clases.
Una noche antes, el domingo, fue cumpleaños del Vaquero y, como no estuvo todo el día, le preparé de cenar, compré un six de cheves, envolví su regalo y esperé a que llegara. Décimo Meridio lo vio llegar, lo felicitó y se fue a dormir. Yo le di su regalo, lo abracé, me senté en el sillón y cuando pasaron dos minutos escuchando su crónica del día, me puse a llorar.
Ni María Magdalena lloró tanto como yo. Me escurrían las lágrimas una tras otra, una tras otra. El Vaquero me miró desconcertado y le dije: «es que mañana se va a la escuela y ya no lo veré más». Exagerada, sí, pero esa separación es complicada, duele. Décimo Meridio y yo desarrollamos un apego real. No pasa nada si persiste, pero con sus límites. Yo veo a Décimo Meridio viajando, viviendo como hippie en Todos Santos, surfeando gracias a la venta del videojuego que inventó. Lo veo libre, independiente, sano y feliz. Pero si es Godínez de cubículo en el gobierno y está contento, también lo deseo.
Después de 20 minutos llorando, con los mocos escurriendo y suspirando, logré calmarme. Sabía que no podía verme en ese estado catártico, lo asustaría.
En la mañana lo despertamos, desayunó, se puso el uniforme, echó su cabello lacio y castaño hacia atrás y con su sonrisa de oreja a oreja se colgó la mochila. Él estaba listo, yo no.
Llegamos al kinder y, por única ocasión, nos permitieron entrar a la escuela hasta su salón, llevarlo adentro, sentarlo en su silla y despedirnos. Se veía tan lindo. Contento y emocionado. Cruzó sus manitas y me miró, me dio un beso y me quedé hinchada esperando algo más. De repente escuché que me llamaban en la puerta, ya todas las mamás se habían ido, sólo faltaba yo.

Caminé lento de espaldas, no dejé de mirarlo, al llegar a la puerta se me llenaron los ojos de lágrimas, pero lo vi seguro y listo para crecer, así que yo debía dejarlo ir, al menos hasta las 12 que salía de clases y volvíamos a estar juntos. Hoy Décimo Meridio pasa a cuarto grado, ya no le gusta la escuela y a mí me choca hacer tarea (risas).
Disfruten sus vacaciones, recuerden que ellos no saben de marcas, dinero, aplicaciones hasta que una se las enseña.
Con dedicarles tiempo, les basta. Décimo Meridio entró a preescolar en 2019, siete meses después llegó la pandemia y con ella la vida de todas las personas y lo que él conocía, cambió por completo, pero eso se los cuento la próxima vez.
Vivan y dejen vivir, nos leemos pronto en otra entrega de Mamá Rockera.
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