marzo 9, 2025

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Dios siempre conmigo

By Mónica Nitro

En algún 31 de diciembre, justo a las doce de la noche, después del brindis, tocó el turno de abrazar a mi hermano.

Recuerdo claramente sus palabras: «debes creer en algo, en lo que sea, pero debes creer». Era mi época más escéptica, hacía varios años que había renunciado a la religión y a la creencia de un dios todopoderoso. Pero esas palabras resonaron en mi cabeza por varios días. Cuando llegó un poco de cordura a mi vida, acepté que mi hermano tenía razón, y elegí creer en mí y en las personas, aunque no en todas, por supuesto, sólo en aquellas que más allá de pensar en sí mismas, siempre tenían algo que ofrecer desinteresadamente a los demás.

En esa época de esa vida pasada, adquiría la música que me gustaba en CD, en un puesto a ras de piso afuera de Bachilleres Uno.

Había encontrado el disco homónimo de Pastilla, el Bocanada, y el Elephant de los White Stripes. Esa era la música que me acompañaba en un discman marca Sony, en mi recorrido de hora y media en camión guajolotero, precisamente, mi hermano me lo había regalado.

Pasaron los años y entré a la universidad. Los primeros días me sentí fuera de sitio. Extrañaba cambiar de edificio cada dos horas, mirar por las ventanas de ambos lados del aula, la diversidad de atuendos y, sobre todo, sentirme segura de quien había logrado ser hasta ese momento.

 

 

Acatlán, significaba un paso a la «madurez», al enfoque de tus aptitudes y capacidades, un conocimiento profesional de tus habilidades.

Acatlán me pareció aburrida, hasta que… De traje café, camisa color amarillo claro, barba, bigote, cabello corto y castaño, lentes, más de 1.85 m de altura, y ojos rasgados; aquel hombre que entró al salón de clases y colocó su termo con té sobre el escritorio, cambió mi percepción, no sólo de la facultad, sino de la vida.

«Yo soy dios y les voy a dar Historia». «¿Qué? ¿Cómo que dios?» Preguntamos varios. «Sí, yo soy mi dios, lo puedo todo, tú puedes ser tu propio dios, si quieres». En concreto, dios, llevaba a la realidad su alter ego («persona real o ficticia en quien se reconoce, identifica o ve un trasunto de otra. Persona en quien otra tiene absoluta confianza, o que puede hacer sus veces sin restricción alguna de sí mismo». RAE).

Vivía con él y lo acompañaba cada día, sólo necesitaba: seguridad, confianza, estudios en Rusia, una maestría, hablar más de cuatro idiomas, conocer la historia directamente de los archivos de la nación, y muchas ganas de compartir ese conocimiento sin esperar nada.

«Dios», así fue como conocimos a nuestro profe de Historia, algunas otras generaciones lo llaman «Lupillo», «Lupito», y ahora sé que en casa, para sus hijos era «Camarada José». Esas dos horas nos abrió la mente a todos, a varios les pidió que dejaran de lado sus «chaquetas mentales», y se concentren en los hechos. Parecía que tenía otra versión de la Historia del mundo, de México, y yo quería que me la contara con lujo de detalle.

Cuando terminó su clase, salió muy contento con su maletín de piel color café y su termo vacío; y al dar varios pasos sobre el pasillo del nueve, le grité sin pena ni tapujos: ¿Miguel Hidalgo existió? Volteó su rostro y me dejó ver una sonrisa. Tomé clases con él dos veces a la semana durante un año, pero varios semestres después me lo encontraba, de regreso a casa en el microbús, así que platicábamos de pie durante el recorrido, la verdad me intimidaba.

¿Qué iba a saber yo frente a un hombre políglota con más de dos décadas adscrito a la Bibliotecas Nacional de Antropología e Historia, una maestría en Ciencias Antropológicas y varios años dando clases a universitarios; así que le hacía muchas preguntas y las mezclaba con temas familiares, sobre su rutina de trabajo, sus libros favoritos los cuales eran novelas, su opinión sobre el gobierno de aquel sexenio, etcétera. Sus respuestas siempre venían acompañadas de un humor único, sarcástico, de su alter ego que no ofendía, sino que decía la verdad como era.

También se sentaba conmigo abajo del 9, mientras vendía los enjambres de cereal con chocolate, y varias veces me ayudó a que mis días fueran de muy mal a mejor.

Te daba esa tranquilidad a través de su caminar tranquilo, sus palabras ecuánimes, preocupado, tal vez, por algunos que aún no encontrábamos nuestro camino, porque era muy sabio, pero humilde y empático a la vez.

El miércoles 20 de febrero fui a su homenaje póstumo. Mi dios, aquel hombre que desbordaba conocimiento y cariño por los demás, solidaridad y en extrema sabiduría, falleció el 18 de octubre del 2024, como secuela de una caída. Una muerte muy inesperada y que aún, yo, no había enfrentado.

No pude evitar llorar, parecía personaje extraído de «Como agua para chocolate», por más que me secaba las lágrimas de un ojo, del otro brotaban varias más, disimulé lo más que pude, mi pesar no se compara con el que vive su familia, y sólo les pude decir que a los más cercanos nos habló con orgullo de ellos, sus hijos.

Algunas anécdotas fueron contadas por tres personas cercanas a él, a todos se les hizo un nudo en la garganta al hablar del último día que lo vieron. Varias veces aplaudimos en su honor y en el auditorio resonó un Goya.

De fondo sonaba «Caminante no hay camino», en voz de Joan Manuel Serrat, frase extraída del poema de Antonio Machado. Ese momento me invitó a preguntarme, de nuevo, qué quiero cuando muera.

En estos últimos 4 años, he visto a la muerte de cerca, sé lo que deja, lo que provoca y lo que calla. Pero cuando sea yo la que deje de verla, ¿qué quiero para los demás? ¿Lo han pensado? Disfrutamos vivir, con todo y sus pesares, con todo y las pérdidas, porque sabemos que, siempre hay algo, alguien, que nos da ese rayo de luz aún en la oscuridad.

 

 

Les diré qué queda, muy a la ligera. Queda mucha ropa, papeles, pagos, trámites; quedan personas con un vacío, muchas veces sin un «adiós»; los «hubiera» abundan, y sobre todo, quedan corazones sin saber qué hacer. Te daré un ejemplo de lo que busco con esta columna.

Cuando me muera, y no lo deseo ni espero que sea pronto, tocó madera, diría mi mamá; si soy candidata, donen mis órganos, quiero que me velen sólo 12 horas, caja cerrada, música rock todo el tiempo, atole y tamales o tacos al pastor, café y chupe para todos aquellos que me quieran despedir. Obligatorio llevar una foto impresa juntos y cubrir el ataúd con ellas.

Abrazos no balazos, lloren libremente, pero eso sí, después de 12 horas deben enfrentar el dolor de la muerte sin dejar de vivir, es decir, ser felices con todo y las ausencias.

La muerte duele y mucho, no para el que se fue, sino para todos los que se quedan. Lo más difícil después de que sucede, es darte cuenta de que el sol sale, los autobuses comienzan a circular, la gente sale a trabajar, las escuelas abren y los niños llegan apresurados por sus mamás.

La vida sigue, y tú sólo quieres que todo se detenga, has perdido a un ser que amas y no entiendes cómo ni por qué se fue. Se los haré más fácil: yo lo que quiero es que sigan sus vidas, sean mejores personas cada día, ayuden a los demás, sean empáticos y amen; para nada los quiero llorando y tristeando por mí.

Una que otra lágrima, pero después a seguirle, a través de sus recuerdos y el amor que nos dimos, es que encontraremos una continuidad. Que el fuego consuma todo lo que queda de mí, lo importante lo tendrá cada uno de aquellos que quise y amé.

De verdad espero que pasen muchos años, pero si no, aquellos que queden alrededor de mis hijos, siempre díganles lo mucho que los amé, con todo y los regaños, con todo y esas veces que perdí la paciencia; con todo y que no estaré para abrazarlos.

Yo viviré en sus sonrisas, en sus venas, en cada fotografía que nos tomamos juntos. Ellos son parte de mí y yo de ellos, y eso ni nadie, ni la muerte nos lo puede arrebatar.

Pasando un mes, organizan una fiesta con banda de rock, fotos nuestras por todas partes, hartas cheves y cada quien dirá una anécdota nuestra. Están obligados a armar el karaoke.

La ropa, guarden aquello icónico: la chamarra de mezclilla, la sudadera de la UNAM, la boina de París, todo lo demás se puede ir, suéltenlo, no soy la ropa que vestí, soy lo que hice vestida cada día. Mis hijos serán los que decidan qué hacer con lo que queda de mí, guardar las cenizas, o si me quieren soltar, que sea en Mazunte o en Zipolite, más atrevida.

No está mal pensar en la muerte, cuidarnos en vida y dejar claro cómo quieres partir de esta tierra, no para ti, sino para todos los que se quedan con cajas y cajas de cosas que no saben dónde ponerlas, con gastos, con miedo, sin tu amor y con un inmenso dolor.

Ve pensando en un seguro de vida, en un ahorro para el funeral, porque todo cuesta y todo te venden. Ve pensando en vivir cada día lo mejor que puedes, y en hacer saber cuánto amas. Yo me quedo con varias frases de mi profe dios, su cariño y las ganas de seguir compartiendo sus anécdotas.

Eso sí, cuando se encuentren al Vaquero con otro amor, ni se les ocurra decir: “me da gusto que estés con alguien, Moni querría verte así”, porque yo nunca dije eso. Nos leemos en otra columna de Mamá Rockera.

 

«Hace algún tiempo en ese lugar,

donde hoy los bosques se visten de espinos,

se oyó la voz de un poeta gritar:

Caminante no hay camino, se hace camino al andar.

Golpe a golpe, verso a verso,

murió el poeta lejos del hogar.

Le cubre el polvo de un país vecino

Al alejarse, le vieron llorar.

Caminante, no hay camino, se hace camino al andar…»

Hasta siempre, Dios.